martes, 21 de febrero de 2012

Escrito inspirado sobre la escritura

            ¿Por qué escribo? Realmente nunca me lo pregunté en primera persona, o al menos no en forma seria y profunda. Y si me lo pregunté, jamás me lo respondí. Y si me lo respondí, realmente no me acuerdo, lo que para el caso es como si no lo hubiese hecho. Ese porqué inicial se pregunta sobre el fundamento, la causa de mi escritura. Por ejemplo, tenía un amigo que luego de un desengaño amoroso (su novia se había ido con otro) escribió una novela sobre el tema y dijo una frase que quedó grabada en mi memoria: ¿por qué cuernos escribo?. Pero también es interesante plantearme: ¿Para qué escribo?. Esto apunta al sentido. Simplificando mucho diríamos que una pregunta se refiere al origen y otra a la meta, al comienzo y al fin.
            Dicen que Platón dijo que “al contacto con el amor, todos se vuelven poetas”. Y tal vez desde aquí se puedan responder las dos preguntas. O tal vez no. Es que uno escribe porque ama y para que lo amen. O no. El amor de una mujer nos lleva a escribir y escribimos para que ella se enamore de nosotros. Todo esto tiene una estrecha relación con el petrarquismo. Hay algo milagroso en la mujer amada. El amor es un estímulo para el poeta, la mujer amada se convierte en la musa y uno se encomienda a ella antes de escribir. Este emprendimiento conlleva la idea de mejoramiento, de ir mejorando conforme avanza la obra. Y al final del camino, más como símbolo poético que como realidad, lo espera la mujer amada. La mujer es arco y blanco a la vez. Origen y meta. Está al comienzo y espera al final. Como le digo a mi amada: “La escribí por vos y es para vos”.
Pero no todo es amor. A veces ese amor no se concreta (en la mayoría de los casos diría otro amigo) y entra en juego otro sentimiento: el sufrimiento. Creo que ambos son los motores del arte: el sufrimiento y el amor. He escrito tantas veces por el amor que sentía por ella y el sufrimiento de no tenerla...
La primera estrofa de un poema que escribí hace unos años, dice así:

“Amada mía, hoy vuelvo a escribirte
es ese el destino al que fui llamado
pero no como algo que deseo
sino como una imperiosa necesidad
de decirte que te amo

            Pero con el tiempo noté (en realidad mi novia me hizo notar con sus interminables quejas) que mermaba la cantidad de escritos conforme avanzaba la vida y se acumulaban los meses y los años juntos. Es que yo reconocía que hubo tiempos en que decía: “Amada mía hoy vuelvo a escribirte, es ese el destino al que fui llamado” y aparecía casi todos los días con una carta para ella. Recuerdo aquellos días y no puedo olvidar la facilidad que tenía para plasmar mis pensamientos más profundos en unas pequeñas y humildes líneas. Me sucedía como a Martín Fierro, que decía:

Yo no soy cantor letrao
Mas si me pongo a cantar
No tengo cuando acabar
Y me envejezco cantando
Las coplas me van brotando
Como agua del manantial.

Pero ya no sucede así e intentaré justificarme. Cuanto menos tiempo la veo, siento mayor necesidad de escribirle. La extraño más, me faltan sus caricias, besos, sonrisas, extraño su dulzura, ternura... en fin, me falta ella. Y frente a eso siento la imperiosa necesidad de decirle que la amo. Lo que sucede es que el arte es hijo de la ausencia. El arte nos habla de algo que falta, que no está. Nos habla de algo especial, atípico, extraordinario, maravilloso, sorpresivo, y si por alguna casualidad nos habla de lo de todos los días, no lo hace en la forma acostumbrada. Y está bien. Para lo de todos los días están los diarios, la revista Caras, la chusma de enfrente y Utilísima Satelital. Y es en esto en lo que el arte se asemeja al amor. El amor es algo especial, atípico, extraordinario, maravilloso, sorpresivo, y tiene la magia de convertir lo de todos los días en algo nuevo, único e irrepetible. Si pasan más de cinco días y no la veo, soy capaz de escribirle un soneto:

“Te extraño, y siento en este día
que me falta tan sólo tu presencia,
que difícil poder llevar tu ausencia,
que difícil llenarme de alegría.

Mi alma sumergida en la tristeza
evoca tu sonrisa en esta noche,
y yo no le haré ningún reproche
si así lo quiso Dios en su grandeza.

Es raro no tenerte aquí a mi lado,
es triste este dolor que me lastima,
me pasa por estar enamorado.

Te busco, aunque sé que aquí no estás,
mientras reza sin cesar mi corazón:
amor mío, ya pronto volverás”

Con respecto a la necesidad fatal de escribir que nombré en el anterior ensayo, realizaré una descripción fenomenológica de lo que genera en mí. A veces estoy acostado a punto de dormirme y se me ocurre una idea brillante para desarrollar. Primero me digo de escribirla al otro día apenas me levante, pero la idea me perturba y el miedo a olvidarla para siempre no me deja dormir. Intento ordenarme que me levante y la escriba pero no puedo, ya que el modo imperativo no tiene primera persona. Finalmente me destapo, me levanto, prendo la luz (con los ojos achinados por tanta luminosidad frente a las tinieblas que me envolvían), busco un pedazo de papel, una birome o algo parecido que escriba, y me dispongo a esbozar las ideas básicas del pensamiento que no me dejaba dormir. Incluso esta idea la escribí, en sus líneas principales, una noche de tantas cuando la genialidad logró vencer al sueño.
Por último, descubrí que hay una cierta cantidad de escritos que no responde a lo expuesto anteriormente. Algunos son ensayos, como el que estoy insinuando en este papel. Otros, a falta de buen criterio, los catalogaría como divertimento intelectual. Por ejemplo cuando me pongo a analizar una frase:

·       “La reina Cristina se carteaba con Descartes”

“Esta frase nos cuenta una de las tantas anécdotas que nos dejó la historia. Es muy utilizada por las feministas, que se enorgullecen de que una mujer, la reina Cristina, se carteaba con un filósofo tan importante como René Descartes. Una de las últimas veces fue hacia 1653. Estaban jugando al truco y, mientras Descartes meditaba qué carta tirar, ella sacaba el as de espadas de su manga real. Todo acabó en la mano siguiente cuando la reina ganó un falta envido con 34, exhibiendo sus dos “siete de espadas”. Él, metafísicamente hablando, la mandó a limpiar el palacio.

Hay otra interpretación, tal vez la más conocida, que es producto de los lamentables manuales de historia. Cuentan que la reina Cristina le escribía cartas a Descartes y éste las contestaba. Allí trataban temas de toda índole: políticos, filosóficos, etc. A mí sigue gustándome la primera opción, por una sencilla razón: no van a comparar una aburrida correspondencia con un emocionante partidito de truco”.


            Podría terminar este escrito inspirado sobre la escritura con un poema. Pero he decidido no hacerlo. Soy libre, o al menos eso creo.

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